Wednesday, March 20, 2013

Amor más poderoso que la muerte


Érase una vez un rey y una reina que vivían en un palacio situado tan cerca del mar que a veces las olas salpicaban la puerta y el olor a sal penetraba la piedra dorada. La reina tuvo una niña más hermosa que una perla pero nada más dar a luz la reina falleció.
Como el rey no podía cuidar solo a su hija, se casó de nuevo, pero con una mujer malvada que tenía el corazón lleno de espinas. El rey estaba embrujado por esta segunda mujer y como le gustaba conquistar nuevas tierras y ganar batallas, se encontraba siempre fuera así que dejaba tanto a su princesa, como su reino, en manos de la reina, quien reina odiaba a su hijastra; la envidiaba por su extraordinaria belleza y temía que tuviese un hijo que pudiera destronarla. Por eso no soportaba que la princesa recibiera visita alguna. Siempre que se presentaba algún galán, la reina lo criticaba hasta que el pobre chico se cansaba y se iba. Por eso la princesa se sentía triste y oprimida.
A pesar de sus esfuerzos, la reina no pudo evitar que una tarde de otoño se presentase en la playa del reino un joven que encandiló a la princesa. Un día al pasar frente al palacio aquel joven vio a la princesa en su balcón y se quedó completamente enamorado de ella. Pero como era un joven humilde sin grandes tierras ni riqueza, no sabía si tendría posibilidad alguna de conseguir el corazón de la princesa. Lo único que poseía para cortejarla era su voz pues era cantor: siempre que cantaba, todos creían que se trataba de la voz aterciopelada de un ángel.
Así fue que se puso a cantar allí mismo debajo del balcón para que su trova llegara a la princesa, que quedó prendada nada más oírla. Por ello la princesa volvió a asomarse y, tras ver al joven perfilado en el mar azul, se quedó enamorada mientras él seguía cantando. A partir de entonces volvía cada tarde para  dedicarle más canciones. Al tercer día la princesa se quitó su anillo real, lo envolvió en un pañuelo y lo arrojó al joven como señal de que sus destinos iban a ser uno solo e iban a estar, de alguna forma, juntos por toda la vida. El joven se alegró tanto de la decisión de su princesa que no cesaba de cantar. Cada tarde, al anochecer le cantaría canciones, algunas conocidas por ella y otras que nunca había escuchado, desde las romanzas más entrañables hasta canciones de cuna, el repertorio del joven parecía no tener límites. Estaban tan enamorados que su alegría también parecía inagotable.
 Yo hanino, tú hanina,
Amémonos los dos
Los hishicos que mos naxen
Derman! Como la luna y el sol
Amán! Como la luna y el sol
  Una noche la reina escuchó las canciones y también quedó maravillada de su insólita belleza que desprendían. Al siguiente día le comentó a la princesa que había sentido la hermosa voz de una sirena. “No es la voz de una sirena, madre,” respondió la princesa sin pensar, “es mi pretendiente que me ofrece canciones de amor.” La reina, al oír tal declaración, se puso furiosa y prohibió que los amantes volvieran a verse. Ordenó a sus soldados que detuviesen a la princesa si intentaba salir y que capturasen a cualquier persona que estuviese con ella. Amenazó a la princesa con matar al joven pretendiente, a lo que la bella niña respondió con que si este amante tenía que morir, que ella también moriría. Fue así que la reina se dio cuenta de lo mucho que se querían. “Tengo que estar atenta para que no se escapen”, dijo para sus adentros.
La princesa corrió a su habitación y escribió otra carta de amor a su joven cantor en la que declaraba su intención de unirse con él cuanto antes. La envolvió en un pañuelo de seda, junto con una moneda de plata para que, con el peso, el mensaje llegase a su amor. La arrojó fuerte y el joven la encontró en la arena. Cuando leyó aquellas sentidas palabras de su enamorada alzó la voz con una canción rebosante de alegría.
Esa misma noche la princesa bajó por una cuerda pero con tal mala fortuna que los soldados la detuvieron junto a su pretendiente y los arrastraron a la plaza, donde la reina miró con una rabia descomunal a la princesa. Ordenó que les cortasen la garganta a los enamorados. Antes de ser ejecutados, ambos, vendados y atados, declararon su amor eterno. Pero cuando el frío filo de la navaja llegaba a sus gargantas sus almas se transformaron en aves; ella, convertida en paloma y él, en ruiseñor, volaron juntos volando sobre el palacio hasta posarse en una rama junto a la ventana de la reina. Al verlos cantando con una armonía primorosa la reina se enfureció. “¡Cogedlos y matadlos!” gritó con más ira que nunca. Así los cazaron y los llevaron a la orilla del mar donde la reina esperaba,  pues quiso presenciar el definitivo fin de estos dos seres. Pero cuando cortaban la garganta de los pájaros se transformaron en peces. Ella en una perca y él en una platija y saltaron juntos al agua. Ahora la reina estaba realmente fuera de sí y gritaba “¡Pescadlos y llevadlos a la cocina!”  Así que los soldados salieron en barcas con redes para capturar estos dos peces. Pescaron y pescaron hasta que, al tercer día, dieron con ellos nadando juntos en alta mar. Los llevaron a la cocina para preparar el almuerzo de la reina. Su idea era la de comérselos para asegurarse de que no fueran a molestarla más. En el mismo momento en que comenzaba a engullir aquel bocado, la reina se tragó una espina y murió atragantada. Esta muerte súbita rompió el hechizo que había embrujado al palacio y las sombras se desvanecieron. Los ministros más sabios asumieron el poder y decidieron enterrar los cuerpos de la princesa y su joven enamorado convertidos en peces. Así cuando viniera el rey sabría donde yacía su hija, al lado de su amor. De la tumba de la princesa salió un rosal blanco y de la del joven un clavel. De la tumba de la reina sólo salía humo, un extraño fenómeno que duró un largo tiempo pero no tanto como el crecimiento del rosal blanco y del clavel. De  hecho, estas dos hermosas flores se entrelazaron hasta posarse tan juntas que no pudieron ser separadas jamás.  Traducción y versión nueva de David Shea, junio de 2003

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