Érase una vez un rey y una reina que vivían en un palacio situado tan
cerca del mar que a veces las olas salpicaban la puerta y el olor a sal
penetraba la piedra dorada. La reina tuvo una niña más hermosa que una perla
pero nada más dar a luz la reina falleció.
Como el rey no podía cuidar solo a
su hija, se casó de nuevo, pero con una mujer malvada que tenía el corazón
lleno de espinas. El rey estaba embrujado por esta segunda mujer y como le
gustaba conquistar nuevas tierras y ganar batallas, se encontraba siempre fuera
así que dejaba tanto a su princesa, como su reino, en manos de la reina, quien
reina odiaba a su hijastra; la envidiaba por su extraordinaria belleza y temía
que tuviese un hijo que pudiera destronarla. Por eso no soportaba que la
princesa recibiera visita alguna. Siempre que se presentaba algún galán, la
reina lo criticaba hasta que el pobre chico se cansaba y se iba. Por eso la
princesa se sentía triste y oprimida.
A pesar de sus esfuerzos, la reina
no pudo evitar que una tarde de otoño se presentase en la playa del reino un
joven que encandiló a la princesa. Un día al pasar frente al palacio aquel
joven vio a la princesa en su balcón y se quedó completamente enamorado de
ella. Pero como era un joven humilde sin grandes tierras ni riqueza, no sabía
si tendría posibilidad alguna de conseguir el corazón de la princesa. Lo único
que poseía para cortejarla era su voz pues era cantor: siempre que cantaba,
todos creían que se trataba de la voz aterciopelada de un ángel.
Así fue que se
puso a cantar allí mismo debajo del balcón para que su trova llegara a la
princesa, que quedó prendada nada más oírla. Por ello la princesa volvió a
asomarse y, tras ver al joven perfilado en el mar azul, se quedó enamorada
mientras él seguía cantando. A partir de entonces volvía cada tarde para dedicarle más canciones. Al tercer día la
princesa se quitó su anillo real, lo envolvió en un pañuelo y lo arrojó al
joven como señal de que sus destinos iban a ser uno solo e iban a estar, de
alguna forma, juntos por toda la vida. El joven se alegró tanto de la decisión
de su princesa que no cesaba de cantar. Cada tarde, al anochecer le cantaría
canciones, algunas conocidas por ella y otras que nunca había escuchado, desde
las romanzas más entrañables hasta canciones de cuna, el repertorio del joven
parecía no tener límites. Estaban tan enamorados que su alegría también parecía
inagotable.
Amémonos los dos
Los hishicos que mos naxen
Derman! Como la luna y el sol
Amán! Como la luna y el sol
La princesa corrió a su habitación
y escribió otra carta de amor a su joven cantor en la que declaraba su
intención de unirse con él cuanto antes. La envolvió en un pañuelo de seda,
junto con una moneda de plata para que, con el peso, el mensaje llegase a su
amor. La arrojó fuerte y el joven la encontró en la arena. Cuando leyó aquellas
sentidas palabras de su enamorada alzó la voz con una canción rebosante de alegría.
Esa misma
noche la princesa bajó por una cuerda pero con tal mala fortuna que los
soldados la detuvieron junto a su pretendiente y los arrastraron a la plaza,
donde la reina miró con una rabia descomunal a la princesa. Ordenó que les
cortasen la garganta a los enamorados. Antes de ser ejecutados, ambos, vendados
y atados, declararon su amor eterno. Pero cuando el frío filo de la navaja
llegaba a sus gargantas sus almas se transformaron en aves; ella, convertida en
paloma y él, en ruiseñor, volaron juntos volando sobre el palacio hasta posarse
en una rama junto a la ventana de la reina. Al verlos cantando con una armonía
primorosa la reina se enfureció. “¡Cogedlos y matadlos!” gritó con más ira que
nunca. Así los cazaron y los llevaron a la orilla del mar donde la reina
esperaba, pues quiso presenciar el
definitivo fin de estos dos seres. Pero cuando cortaban la garganta de los
pájaros se transformaron en peces. Ella en una perca y él en una platija y
saltaron juntos al agua. Ahora la reina estaba realmente fuera de sí y gritaba
“¡Pescadlos y llevadlos a la cocina!”
Así que los soldados salieron en barcas con redes para capturar estos
dos peces. Pescaron y pescaron hasta que, al tercer día, dieron con ellos
nadando juntos en alta mar. Los llevaron a la cocina para preparar el almuerzo
de la reina. Su idea era la de comérselos para asegurarse de que no fueran a
molestarla más. En el mismo momento en que comenzaba a engullir aquel bocado,
la reina se tragó una espina y murió atragantada. Esta muerte súbita rompió el
hechizo que había embrujado al palacio y las sombras se desvanecieron. Los
ministros más sabios asumieron el poder y decidieron enterrar los cuerpos de la
princesa y su joven enamorado convertidos en peces. Así cuando viniera el rey
sabría donde yacía su hija, al lado de su amor. De la tumba de la princesa
salió un rosal blanco y de la del joven un clavel. De la tumba de la reina sólo
salía humo, un extraño fenómeno que duró un largo tiempo pero no tanto como el
crecimiento del rosal blanco y del clavel. De
hecho, estas dos hermosas flores se entrelazaron hasta posarse tan
juntas que no pudieron ser separadas jamás. Traducción y
versión nueva de David Shea, junio de 2003